lunes, 6 de abril de 2020

¿Mea Culpa?

Cuatro de mayo de 2005. Mi hermana y yo nos dirigíamos junto a mi papá a nuestro hogar luego de haberlo acompañado en su negocio durante el día. Me atreví a pedirle que nos compre un helado en la tienda que se encontraba cerca de la casa, la misma en la cual, como buenos sureños, adquiríamos casi todos los abastos básicos para nuestro diario vivir. Grande fue mi decepción al ver que mi padre musitaba una negativa al tiempo que sus ojos expresaban gran cansancio tras una ardua jornada laboral.
"¿Por qué te cansas?" pregunté extrañado, "yo siempre veo que pasas sentado y hablando por teléfono mientras que tus trabajadores son los que cargan cosas pesadas". La ignorancia es atrevida, sin duda, pero durante la infancia es inextricablemente osada. Expuse mi mejor apología, alegando que tan solo faltaba una semana para el 11 de mayo, mi cumpleaños, y que por tanto lo merecía. Mi padre cedió a regañadientes ante este irrefutable y sólido argumento, o al menos así lo sentía yo mientras me auto felicitaba por haber adquirido tempranamente la astucia que los siete años de edad me depararían.
Tras la compra, mi papá regresó al vehículo con mi helado y el de mi hermana. Magnum, el helado caro que solo nos compraban en ocasiones especiales. Tras ello, un hombre acudió a la puerta de mi hermana y se dirigió a nosotros pidiéndonos un favor. Acto seguido, un segundo individuo golpeó la ventana del lado de mi padre con una violencia que yo no podía entender. En segundos, ambos portaban armas en sus manos y se embarcaban con ajetreo en la camioneta profiriendo injurias que mis oídos no decodificaban. Mi papá atinó a solicitarles encarecidamente que nos permitiesen a mí y a mi hermana salir del vehículo. Los asaltantes accedieron, pero se llevaron a mi padre, convirtiéndose en secuestradores durante el proceso.
Los dueños de la tienda, conocidos de mis padres, acudieron a nuestro auxilio y me llevaron dentro junto con mi hermana. Sería descarado decir que el helado que hace escasos momentos me importaba tanto pasó a ocupar un segundo plano, pues llegó a valer mucho menos que eso. Mi hermana, por su parte, disfrutaba del suyo con una calma que era inexplicable para mí, incrementando mi ira, dolor y confusión. Comprendí luego de bastante tiempo que, al ser menor que yo, su impresión del suceso fue distinta a la mía. Seguidamente, proporcioné el número telefónico de mi madre a los encargados de la despensa y ella apareció junto a mi abuela en menos tiempo del que puedo recordar. El llanto de ambas materializó lo que hasta el momento continuaba siendo para mí una especie de mala alucinación.
Posteriormente, acudí a la casa de mi tía y oré junto a ella de forma maquinal, como si el volumen de plegarias balanceara las estadísticas a favor de mi padre. A pesar de ello, él no volvió por horas que se sintieron tal como la eternidad bíblica de la que hablaba en mis rezos. En mi mente, mi cumpleaños y todos los que le seguían ya habían llegado y habían partido con la misma rapidez con la que él fue llevado por aquellos hombres. De manera súbita oí su voz llamarme y lo atribuí a algún delirio causado por la descomunal tristeza que me embargaba. Sin embargo, era real. Los delincuentes lo habían abandonado a su suerte luego de haberse hecho con todas sus posesiones. Mi padre se encontraba sano y salvo al pie de la puerta de la casa y corrí a abrazarlo mientras mi llanto resurgía, esta vez con más ímpetu que cuando fue secuestrado.
A la semana siguiente, mi cumpleaños no fue feliz. La culpa y el miedo de que vuelva a ocurrir algo similar fueron inquietudes que me acompañaron durante un largo período de mi vida. Sentí que no cumplía siete años, sino que había envejecido aún más. Envejecer, a su vez, equivalía a perder a mis padres, que también envejecían junto a mí. Sea cual fuera el motivo, terminaría separándome de ellos. Llegué a ensimismarme en un solipsismo que contemplaba mi existir únicamente a través del tiempo y los peligros que asechaban la seguridad de mi familia. A fin de cuentas, todo niño se sorprende al encontrarse por primera vez con la maldad del mundo, pero se aterroriza al descubrir que esta no se trata de un caso aislado. Provisto de mis siete flamantes años comprendí que la muerte y el crimen, fieles colegas en innumerables oportunidades, son indiferentes al tiempo y al espacio, pues disfrutan de atender indiscriminadamente a las personas sin importar su naturaleza.


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