viernes, 10 de abril de 2020

Coronavirus no es una palabra

Cuando se pretende plasmar los sentimientos mediante el lenguaje, estamos tratando de ganarle una carrera a un leopardo a gatas. ¿De qué sirven las palabras en un momento donde el miedo y el amor, las emociones más poderosas del ser humano, conviven inauditamente en el encierro de una cuarentena? La escasez nunca es tan próxima y real como cuando la opulencia se encuentra afianzada en nuestro regazo. Es precisamente esta dualidad emocional la que logra que amemos y temamos con más ímpetu al encontrarnos arrinconados en una determinada situación, pues ambas sensaciones son aristas que convergen en el mismo vértice de dicha esquina.
De vuelta al lenguaje, es posible argumentar que lo visceral, lo sensible, no puede ser comunicado de la manera adecuada a través de ningún medio; porque lo que reside en nuestra mente, la cual existe, tan solo no en algún espacio físico, no puede aterrizar al mundo tangible sin perder su esencia original. Pero son justamente el terreno común, las experiencias compartidas, las victorias y derrotas que conforman nuestra historia como individuos colectivos, los elementos que dan cabida a la empatía que sentimos entre nosotros. Y en estos duros momentos podemos comprobar que el lenguaje que utilizamos no es más que una manifestación de ello y sin nuestra razón sería tan solo un vulgar código de comunicación instintiva.
Cabe recalcar que la intangible empatía comparte características con la tangible sustancia y su principio de impenetrabilidad que sugiere que dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar al mismo tiempo, pues si bien podemos aproximarnos al sentir de otros, jamás lograremos adoptar su perspectiva exacta de manera simultánea.
Si el escultor prepara su cincel para brindar los golpes precisos en el mármol y el músico atiende a la más leve variación de vibraciones al afinar su instrumento antes del recital, queda en nosotros el hallar en la riqueza de nuestro idioma verbal las expresiones adecuadas para apaciguar el dolor, para fortalecer a la fortaleza y para halar desde los sentimientos más idealizados y espirituales hasta materializarlos en nuestro mundo sin que pierdan su significado nuclear. Ante un proceso de tal meticulosidad debidamente realizado, el lenguaje no verbal fluirá libremente, aportándonos las herramientas necesarias para complementar el mensaje y así proyectar nuestras emociones más inmanentes cual bloques de materia maciza. Si el leopardo nos vence en una carrera, utilicemos un vehículo para derrotarlo. Plantémonos por un instante y dispongamos de nuestra capacidad intelectual para hacer frente a lo rudimentario de este mundo. Coronavirus no es una palabra, son dos.

lunes, 6 de abril de 2020

01:31 AM

Si lo piensas, hazlo.
Fue lo último que le dije antes de que decidiera terminar con su vida. En fin, no me siento responsable. Si casualidad es lo mismo que causalidad, eso significa que el adivino tiene la facultad sentenciadora de un juez mientras que el magistrado se vale de un conjunto de pruebas designadas por el azar para señalar culpables. Ella especificó en su carta de despedida que mi consejo fue pieza clave en la consumación de su suicidio. Abandonó este mundo sin saberlo, pero si me puede oír aún desde donde quiera que se encuentre ahora, espero que comprenda algún día que consecuencia y coincidencia son dos formas de referirse a la vida y a la muerte de manera indistinta.

Nimiedades

Tomó dos sobres de azúcar del recipiente de la cafetería, agradeció al cajero y a la trabajadora que le despachó su café y se sentó rápidamente en una mesa vacía que encontró alejada del tráfico de los demás clientes. Pensó inconscientemente en lo que su esposa le había dicho ayer, se preocupó. Luego recordó la proforma que debía cotizar antes del medio día para la empresa mientras se aventuraba a pronosticar que de seguro no lo lograría a tiempo. Se preocupó más. Mierda, pensó al darse cuenta de que había agarrado azúcar morena en lugar de blanca. Ya había abierto una de ellas y como no era fanático del derroche, decidió devolver la sobrante, cambiarla y mezclar dos tipos de azúcar solo por esta vez.
Mientras daba vueltas a su café lentamente con el pequeño palo de madera que el cajero le ofreció durante su retorno al mostrador, se quedó absorto mirando por la ventana del lugar a un niño que recogía tapas en la calle a medida que daba un par de pasos. Su madre lo levantada de un tirón en cada ocasión y este lloraba oponiendo resistencia. Consideró simpática la idea de coleccionar tapillas comunes cuando tuviera tiempo libre. Pero no, ¡ahora no! ¡La proforma! ¡Su mujer! Imaginó de forma imprecisa a su jefe reclamándole por su demora injustificada al llegar al trabajo, su voz sonaba extrañamente parecida a la de su esposa cuando se enojaba. En una abstracción de su mente no pudo distinguir entre la proveniencia original de los reclamos de ninguno de los dos personajes.
¡Qué buen episodio el de su serie de anoche!, no podía esperar hasta el siguiente domingo para el final de temporada, también la canción con la que cerró el capítulo le había agradado mucho. Se volvió a desilusionar por no haber podido identificarla a tiempo con Shazam. ¿Qué estaba pensando antes de eso? El café se enfriaba, bebió el primer sorbo. No entendió por qué alguien preferiría azúcar morena para prepararse un café. Jugó con las llaves de su auto entre sus dedos mientras observaba el televisor elevado a pocos metros de él. El resumen de las noticias: su equipo se encontraba puntero de nuevo en el campeonato nacional, bien, el presidente anunciaba un aumento desmedido en los niveles de delincuencia en el país, temió por sus hijas durante un breve instante. Se enfocó nuevamente y preparó un discurso mental a manera de borrador que sería adaptable para salir ileso tanto del campo laboral como familiar. Terminó su café un poco más esperanzado. Estaba frío. Salió hacia su auto para dirigirse al trabajo, ahora con mayor premura que hace unos minutos. Recordó haber dejado su billetera sobre la bandeja que vació en el contenedor de basura.

J Balvin - Energía: Track 9

Las puertas de la celda se abrieron de par en par y frente a ellas, sus ojos se humedecieron pudorosos. Tal como el día en que conoció su injusta sentencia, no pudo evitarlo. Veinte dolorosos años de espera habían arrebatado de su ser el gusto de la libertad; por un breve instante llegó a confundirlo con el desabrido óxido del ambiente porque ya era costumbre saborearlo hasta en la comida. ¿Qué haría ahora?, las posibilidades eran infinitas. En su encierro no había conocido días felices y ni siquiera se había planteado lo que haría llegado el momento de su liberación. Entretanto, recordó precipitadamente cómo los abusos de su compañero habían malogrado su estadía, casi tanto como su alma, a lo largo del tiempo. No fue así al inicio. Nunca entendió qué cambió. Las miradas que le brindaba, cada vez más tormentosas, pasaron de ser un anuncio de guerra inminente a una realidad llena de dolor a secas, tan violenta como los puños que le propinaba casi a diario. Sus llantos y gritos de auxilio no eran escuchados por nadie. En realidad sí eran oídos, pero todos escogían atribuirlo a la atmósfera lúgubre en la que se vivía, sin más. Decidió hacer justicia por mano propia. A fin de cuentas, ya lo había perdido todo y a partir de ahora solo podría ganar, o al menos empatar. Una almohada de algodón suave, completamente ajena a las crudas palizas que recibía por costumbre, fue la respuesta a sus padecimientos. Con ella ahogó sus penas, que casualmente respiraban con menor fuerza a medida que su víctima dejaba de hacerlo. Ahora le tocaba ser feliz.
- ¿Y esta? - preguntó la guardia con falsa curiosidad.
- Adela McGunn, 42 años. Acaba de recibir dos cadenas perpetuas por el homicidio en primer grado de su esposo. - la mujer guiñó un ojo a su colega realizando un gesto de complicidad y gesticuló lentamente - Pre me di ta do.
- Ahhhh, mujer pensante, ¡así me gustan! - añadió la gendarme con interés en su voz, esta vez genuino.
- Lo más curioso es que dicen que lo confesó apenas lo hizo y ni siquiera opuso resistencia a su captura. Es más, algunos miembros del jurado coincidieron en el reporte asegurando que realizó una brevísima mueca de satisfacción apenas conoció el fallo en su contra.
- Qué más da - añadió la guarda, nuevamente desilusionada ante la cantidad de detalles que desmitificaban su imagen de la rea - seguramente yo también tendría ganas de matar a mi esposo si me hubiera dado ese horripilante apellido. Pase usted señora McGunn, sea bienvenida al pabellón femenino.

¿Mea Culpa?

Cuatro de mayo de 2005. Mi hermana y yo nos dirigíamos junto a mi papá a nuestro hogar luego de haberlo acompañado en su negocio durante el día. Me atreví a pedirle que nos compre un helado en la tienda que se encontraba cerca de la casa, la misma en la cual, como buenos sureños, adquiríamos casi todos los abastos básicos para nuestro diario vivir. Grande fue mi decepción al ver que mi padre musitaba una negativa al tiempo que sus ojos expresaban gran cansancio tras una ardua jornada laboral.
"¿Por qué te cansas?" pregunté extrañado, "yo siempre veo que pasas sentado y hablando por teléfono mientras que tus trabajadores son los que cargan cosas pesadas". La ignorancia es atrevida, sin duda, pero durante la infancia es inextricablemente osada. Expuse mi mejor apología, alegando que tan solo faltaba una semana para el 11 de mayo, mi cumpleaños, y que por tanto lo merecía. Mi padre cedió a regañadientes ante este irrefutable y sólido argumento, o al menos así lo sentía yo mientras me auto felicitaba por haber adquirido tempranamente la astucia que los siete años de edad me depararían.
Tras la compra, mi papá regresó al vehículo con mi helado y el de mi hermana. Magnum, el helado caro que solo nos compraban en ocasiones especiales. Tras ello, un hombre acudió a la puerta de mi hermana y se dirigió a nosotros pidiéndonos un favor. Acto seguido, un segundo individuo golpeó la ventana del lado de mi padre con una violencia que yo no podía entender. En segundos, ambos portaban armas en sus manos y se embarcaban con ajetreo en la camioneta profiriendo injurias que mis oídos no decodificaban. Mi papá atinó a solicitarles encarecidamente que nos permitiesen a mí y a mi hermana salir del vehículo. Los asaltantes accedieron, pero se llevaron a mi padre, convirtiéndose en secuestradores durante el proceso.
Los dueños de la tienda, conocidos de mis padres, acudieron a nuestro auxilio y me llevaron dentro junto con mi hermana. Sería descarado decir que el helado que hace escasos momentos me importaba tanto pasó a ocupar un segundo plano, pues llegó a valer mucho menos que eso. Mi hermana, por su parte, disfrutaba del suyo con una calma que era inexplicable para mí, incrementando mi ira, dolor y confusión. Comprendí luego de bastante tiempo que, al ser menor que yo, su impresión del suceso fue distinta a la mía. Seguidamente, proporcioné el número telefónico de mi madre a los encargados de la despensa y ella apareció junto a mi abuela en menos tiempo del que puedo recordar. El llanto de ambas materializó lo que hasta el momento continuaba siendo para mí una especie de mala alucinación.
Posteriormente, acudí a la casa de mi tía y oré junto a ella de forma maquinal, como si el volumen de plegarias balanceara las estadísticas a favor de mi padre. A pesar de ello, él no volvió por horas que se sintieron tal como la eternidad bíblica de la que hablaba en mis rezos. En mi mente, mi cumpleaños y todos los que le seguían ya habían llegado y habían partido con la misma rapidez con la que él fue llevado por aquellos hombres. De manera súbita oí su voz llamarme y lo atribuí a algún delirio causado por la descomunal tristeza que me embargaba. Sin embargo, era real. Los delincuentes lo habían abandonado a su suerte luego de haberse hecho con todas sus posesiones. Mi padre se encontraba sano y salvo al pie de la puerta de la casa y corrí a abrazarlo mientras mi llanto resurgía, esta vez con más ímpetu que cuando fue secuestrado.
A la semana siguiente, mi cumpleaños no fue feliz. La culpa y el miedo de que vuelva a ocurrir algo similar fueron inquietudes que me acompañaron durante un largo período de mi vida. Sentí que no cumplía siete años, sino que había envejecido aún más. Envejecer, a su vez, equivalía a perder a mis padres, que también envejecían junto a mí. Sea cual fuera el motivo, terminaría separándome de ellos. Llegué a ensimismarme en un solipsismo que contemplaba mi existir únicamente a través del tiempo y los peligros que asechaban la seguridad de mi familia. A fin de cuentas, todo niño se sorprende al encontrarse por primera vez con la maldad del mundo, pero se aterroriza al descubrir que esta no se trata de un caso aislado. Provisto de mis siete flamantes años comprendí que la muerte y el crimen, fieles colegas en innumerables oportunidades, son indiferentes al tiempo y al espacio, pues disfrutan de atender indiscriminadamente a las personas sin importar su naturaleza.


Paper sobre la ceguera

- Parece que va a llover.
- ¿Cómo puedes saberlo? - pregunté con curiosidad y mofa - nomás eres un ciego pendejo.
Sebastián sonrió. Tenía siempre ese aire único que llevan los ciegos en general, aquel ímpetu solemne que impide sentir lástima por ellos porque nacieron en un mundo de tinieblas que a su vez es solo de ellos y no nuestro. Levantó la cabeza como si supiera perfectamente cómo es el cielo a pesar de no haberlo conocido nunca. En las perlas de sus ojos de un blanco opaco pude vislumbrar un complejo de superioridad entremezclado con picardía. Finalmente, volvió a sonreír y dijo:
- Ese es el problema de ustedes los videntes, ¿sabes? Son de sus ojos pero ellos no son suyos.
- ¿A qué rayos te refieres con eso? - Cerré mi puño y lo acerqué velozmente hacia su rostro hasta dejarlo a unos 3 centímetros de su nariz. Él no podía verlo, pero me encantaba hacerlo de vez en cuando como una especie de juego infantil que se convirtió con el tiempo en un tonto ritual de amistad. Sebastián, sin embargo, siempre me descubría en el acto.
- Baja la mano tarado, ya te he dicho que uno de estos días vas a terminar rompiéndome la nariz. ¿Sabes qué es más triste que ver a un ciego?, ver a un ciego sangrando. Eso. Siempre he creído que la gente que siente compasión por nosotros antes de aventurarse a conocernos bien solo le teme a perder su preciosísima vista y tener que unírsenos al clan, si es que los aceptamos claro. Pero bueno eso es aparte...
Como te decía - cambió su tono de voz abruptamente por uno que era varias décadas más serio - tu gente - se refería siempre así a los que podemos ver - confía mucho en su visión. Creo que es un error si me lo preguntas, la vista es como un adorno caro. Sí claro, puedes ver atardeceres, cosas bonitas y admirar lo que te plazca, bla, bla. Pero hay que cuidarla como a un bebé, porque es tan frágil que ¡pum!: "El niño necesita lentes", "Llévenlo a la óptica lo antes posible para que no le aumente la medida", "Que no mire mucho la pantalla de su celular o se quedará ciego". Por supuesto, y ni se diga de los momentos en los que ves algo que nunca quisiste ver. Siempre me he preguntado cómo se las arreglan ustedes en esos casos para no volverse locos. Me han dicho que las imágenes se repiten en su cabeza como si se tratase de un cine mental. Nunca lo he entendido del todo.
- Está bien - dije, al tiempo que profería mi réplica al debate - entonces dime, ¿qué serías tú si no pudieras oír?
- Sería ciego y sordo, ¡qué preguntas estúpidas haces, Franco!
- Sabes a lo que me refiero, apura.
- Amo mi audición, lo sabes, me es bastante útil. Pero, como te dije, aprendí a usarla en lugar de permitir que ella me utilice. Para eso son los sentidos, para usarlos. Ustedes se paran siempre en el medio del mundo esperando que, ya sea un arcoíris o bien una tormenta, se presente de improviso para empezar a decidir qué pensamiento tener, como si la reacción tardía fuese una prenda que tienen que probarse para que les quede a la perfección.
- ¿Qué tiene eso que ver?
- Mucho - sentenció con voz impasible - Cada sentido permite anticiparse a la naturaleza, a la realidad. Mirar no es ver, así como escuchar no es oír. El lenguaje puede ser bastante redundante a veces, pero en este caso me parece muy simpática la bifurcación de términos.
- Bueno - exclamé con impaciencia - ¿Podrías ir al grano de una buena vez? ¿Qué tiene que ver todo esto con el hecho de que te creas meteorólogo invidente profesional?
Sebastián soltó una carcajada reprimida. Sus facciones encogidas junto a sus perlas oculares conjugaban un aspecto genuinamente burlesco en su rostro. Me extrañé sin conocer a qué se debía tal espectáculo.
Tras recuperar el aire y limpiarse un par de lágrimas de sus ojos desérticos, producto de su caótica risotada, tosió levemente y dijo:
- En serio no puedo creer que seas tan iluso Franco. El numerito filosófico y todo el discurso metafísico. ¿Qué crees?, ¿que soy un barómetro humano o que tengo poderes de ciego para predecir el clima o el cosmos solo porque... - Sebastián dibujó unas comillas en el aire con sus dedos - ...soy capaz de ser uno con mis cuatro sentidos?
- Eres idiota, no te bastó con nacer ciego - proclamé mientras volvía a acercar mi puño a su rostro, esta vez con más violencia de lo habitual.
- Tú lo dijiste, nomás soy un ciego pendejo.
Sebastián tomó rápidamente la capucha de su abrigo y la acomodó en su cabeza como si buscara protegerse de un peligro inminente. No terminé de observarlo en su trajín porque fui interrumpido por una gruesa gota de agua que cayó con firmeza desde lo alto en mi rostro. Y luego dos. Y luego miles.
El ciego hizo una mueca de satisfacción victoriosa y con un tono de voz que se perdía danzando entre las gotas de lluvia, murmuró:
- ¿O no lo soy?

Tous Ensemble

Miércoles. El día en la ciudad era siempre activo, ya sea por los negocios que abrían desde temprano para efectuar sus ventas y ganarle dinero al tiempo, el tráfico ensordecedor que causaba un ruido que pululaba entre las melodías del caos o simplemente porque la gran urbe conjugaba un cuadro entrópico desde donde se la mirara.

Cada persona analizaba de acuerdo a su propia realidad lo que necesitaba lograr para sobrevivir a su jornada: desde los infantes que percibían en sus tareas para colorear un laberinto de estrés prematuro e irrealizable, pasando por los gerentes de conglomerados empresariales responsables de cifras exorbitantes, hasta las familias que en mitad de semana detenían sus deberes para despedir a un ser querido, sincronizándose a la perfección con el calor del mediodía.

El estrés, el desorden y el desbarajuste eran el pan de cada día. Parecía ser que entre tanta disparidad, estos elementos eran el pegamento que impedía que la metrópolis sufriera una implosión, cayendo por su propio peso, tal como sus habitantes en algún momento lo harían.

-         ¿Está bien este? - preguntó el empleado de la tienda con un interés desdeñoso que había logrado dominar a la perfección luego de años de práctica en la disciplina de servicio al cliente.

-         No me convence. Ayúdeme con el vestido azul con negro que me probé primero, quiero volver a ponérmelo para estar segura. - La señora contaba con un compromiso aquella noche. Una boda, un cumpleaños o quizá un aniversario, no lo recordaba bien, ni le importaba francamente. Utilizaba el tiempo en las boutiques como un descanso de su esposo, así como una excusa para complacerse a sí misma. Veía en lo material algo superior a los sentimientos, su imagen como un reflejo de su orgullo, algo que su matrimonio jamás le pudo dar. La mitad de la semana era un momento ideal para detener el tiempo dentro del tumulto citadino.

-         Se lo traigo en seguida - expresó el trabajador con una sonrisa casi tan fingida como el apuro de la mujer por conseguir una prenda.

***

-         Sazzinstein, S, A, doble Z, I, N, S, T, E, I, N. Sazzinstein. Mi número de cédula es cero nueve tres... ¡no!, ¡instein!, con e. Señorita, hágame el favor, los datos se encuentran validados en la tarjeta de crédito. Tengo muchísima prisa, es la primera vez que utilizo sus servicios y créame que lo hago por necesidad, solo necesito que abran mi auto rápido, pero ¡qué falta de eficiencia!

El hombre de negocios se encontraba angustiado. Su meticulosa agenda no previó la falla humana de dejar las llaves dentro del auto. Recordó que las originales las había perdido hace tan solo dos semanas en un incidente similar en el cual las réplicas salvaron su partida oportunamente. Esta vez, aquellas mismas llaves le jugaban una mala pasada que resultaba potencialmente letal para el bienestar de su negocio.

-         Lo lamento caballero, solo sigo el protocolo. Necesito corroborar que el vehículo le pertenece a usted por motivos de seguridad. Por favor, sea tan amable de ayudarme con los datos que prosiguen.

-  ¡Esto es ridículo!, ¡hij...

***

-         ¿Cómo vas campeón? - el padre sujetaba la mano de su hijo con especial delicadeza. Su pulgar acariciaba sus dedos dando suaves círculos sobre ellos. Contemplaba con una ternura impropia de sí mismo a su bebé, a quien durante diez años trató con rigidez y algo de distanciamiento, pero sin descuidar su formación integral como persona. Hasta aquel entonces consideraba esa la manera más pura de una suntuosa paternidad.

-         ¡Mejor papi!, tengo un dolorcito desde ayer, pero no es tanto. - mintió el niño. En realidad, se sentía orgulloso de poder aguantar con estoicismo la aguda punzada que sentía. Se lo comunicó al médico en la mañana con confianza. De su padre, prefirió no perder su tono amistoso y actitud condescendiente que había ganado de él desde que inició la enfermedad. Mi debilidad lo pondría de mal humor, pensó, al tiempo que le brindaba una sonrisa vergonzosa.

El padre comprendió de inmediato el engaño de su hijo a través de su mirada, pero decidió continuar con la farsa para no crearle disgustos tampoco. Luego lo hablaría con el doctor. No debo cuestionarlo en este momento, se decía a sí mismo. Dejó soltar un tenue sollozo que se incorporó oportunamente con la misma nota de sonido que producía el monitor de signos vitales en ese instante. Se recostó sobre el pecho del niño.

***

-  ¡Viva la santa carajooo!

-         ¡Que vivaaaa! - respondieron al unísono los familiares y amistades mientras aplaudían jubilosamente a Carmen, quien esa noche cumplía 80 años, demostrando una vitalidad impresionante. Su lucidez era bien conocida entre sus allegados, así como sus tratos vulgares, los cuales en una mujer de su edad eran acogidos con mayor ternura que la de un beso materno.

-         ¡Ya déjense de pendejadas bola de hipócritas!, bien que quieren que me muera para que no los joda más, pero en la herencia ni piensen porque yo aparte de vieja soy pobre.

Todos rieron enérgicamente. Los bisnietos trataron de disimular frente a los adultos que habían entendido a la perfección aquella ordinaria expresión de su "mami" y realizaron discretas muecas de burla entre ellos. Su mundo era muy distinto al de los mayores, pues a los 70 centímetros de altura la diversión era tan grande como la imaginación y energía requeridas para sus juegos y correteos por la pequeña casa céntrica de su bisabuela.

-  ¿Y el Luchito?, preguntó Carmen con una desilusión palpable.

-         Ni le cuento señora Carmen. - respondió su esposa. Había ido aquella noche en reemplazo de su marido. Pensó durante un segundo en su último diálogo con él.

-         Eres su nieto preferido, no puedes faltar - le había dicho la noche anterior. Su preocupación se inclinaba más hacia su falta de ganas de acudir al evento sin compañía que hacia un genuino interés por la relación de él con su abuela.
-          Mi amor, este negocio es muy importante, luego la saco a una comidita a la abue - le respondió el hombre mostrando calmadamente un remordimiento artificial. La mujer accedió a regañadientes a ir sola a la reunión de la familia de Luis.

-         Tuvo que irse urgente a la capital por una negociación muy grande que le salió de último minuto - trató de sonar convincente. La reunión había sido planeada meses atrás - ¡Imagínese que casi no llega a tiempo por dejar las llaves adentro del carro!

-         ¡Ay, mi Luchito!, siempre distraído. Cuando vuelva le dices que a la próxima que no venga a verme le doy con el periódico como cuando era chiquito - rio. Carmen hizo su mayor esfuerzo por parecer desenfadada. Su nieto no la visitaba desde hace dos cumpleaños y temía morir antes de que este pudiera redimir su ingratitud.

-         ¡Nuerita!, ¿y ese vestido nuevo? - Carmen tomó la iniciativa de entablar conversación con la esposa de su último hijo, quien, a su parecer, nunca le dio el trato merecido a su pequeño.

-         ¡Uy, Carmita!, ¡cómo tiene ese ojo de águila usted! Nada, lo vi en una boutique hoy día y me enamoré a primera vista. Me arriesgué la verdad, ni me lo probé y me quedó perfecto.

-         A mi mamá no la engañas con esos cuentos, mija -soltó su esposo jocosamente mientras agarraba su cintura con firmeza por detrás. Se valía de las reuniones familiares para gozar del buen trato de su mujer y aprovechaba al máximo las treguas temporales con ella que se generaban en estos eventos.

La mujer cerró sus ojos alegremente y dejó entrever sus dientes envejecidos por el cigarrillo, asegurándose de que los hermanos de su esposo que se encontraban a lo lejos pudieran alcanzar a ver su sonrisa tan bien como su suegra.

-         ¿Qué es del hijo de tu amigo que andaba malito?, ¿se mejoró? - Carmen decidió cambiar de tema abruptamente, dirigiendo esta vez la conversación hacia su hijo.

-         No mamá. El niño murió hoy, ya no aguantó el pobrecito. De aquí me voy al velorio, mi amigo está destrozado. Ya el niño iba bien y de un momento a otro empeoró de nuevo.

-  ¡Dios mío!, pobre ser. Más tarde le rezo un rosario antes de dormirme.

Un sonido ensordecedor irrumpió en la pequeña sala. Al voltear, Carmen, su nuera y su hijo observaron el charol en el suelo con los vasos de cola formando un gran charco de gas y líquidos de colores.

- ¡Viva la santaaaaaaaa! - gritó alguien vigorosamente.

Los presentes aplaudieron riendo. Se pudo escuchar a un par de madres primerizas preocupadas porque los niños no se ensucien al correr por la zona del desastre.

-         Bueno, a cantar el cumpleaños que mañana es miércoles y hay que seguir trabajando -exclamó uno de los sobrinos de mayor edad.

-  Mañana es jueves, tonto - respondió su hermana torciendo los ojos.

-         Perdón, es que ya me cogió el trago de la tía Carmelita. Con más razón nos vamos temprano.

Todos soltaron una nueva carcajada y se fueron acomodando poco a poco para la foto grupal antes de encender la vela.