El sonido, imágenes, tiempo y espacio se combinan en una misma variable, una en la que suben, bajan y danzan sobre un plano cartesiano en el que poco o nada importan las fórmulas. El alcohol y otros vicios poco notorios en el mundo humano se suman a esta mezcla, desvelando la verdadera naturaleza que muchos ocultan por conveniencia y otros por ignorancia. Al calor del reggaeton y la comparsa de su altísimo bajo de dembow, decenas, cientos, miles de personas se congregan en un determinado territorio que coincide con un momento preciso, casualmente flexibilizándose en aquel instante, cuando el movimiento intenso y la visión impersonal de las horas alejan a los individuos de lo insulso, de la rutina del trabajo, del cumplimiento del deber: la vida que no es vida. No. Eso aquí no sucede, porque no existe. Nos referimos al perreo.
¿Y no es acaso el perreo una oda a lo burdo y poco refinado? La respuesta a este planteamiento es tan variable como el perreo en sí. Es innegable que se trata de un ceremonial implícito donde la etiqueta y la norma son la ausencia de ellas. Pero a fin de cuentas, cumple con los requisitos para ser catalogado como un rito cultural donde la pompa figura por doquier, claramente, dependiendo de la significación que el analista le dé a este término. "El perreo es estar como perros trepados bailando, ¡qué vulgaridad!". Quienes se detienen a rascar la superficie de este suceso se llevarán una clara impresión que relacionará esta actividad con lo grotesco e inmoral a primera vista, pues, al final del día, lo moral es solo aquello que se llega a interiorizar. Sin embargo, una vez penetrado el campo de lo evidente, el perreo se convierte en algo más significativo, una verdadera fiesta de alegría y libertad bajo la que toda una generación se acoge y celebra al unísono con cánticos de los hits de moda, y por mandato no tipificado, de los atemporales himnos de antaño que tocan las notas musicales de nuestra memoria. Si el perreo, por similitud fonética, es injustamente comparado con los instintos más bajos que los perros acarrean frente al ser humano, sería igual de adecuado atribuirle otros valores en los que estos animales nos superan en la escala ética: la fidelidad incondicional y el júbilo descomplicado.
Porque el perreo es fuerza e intensidad, es vigor, ritmo y energía sofocante, pero también es música y aire para respirar, es nostalgia de momentos que no volverán, por los cuales agradecemos dichosos y recordamos melancólicos. Amar al perreo es amar a quienes comparten con nosotros, quienes nos sostienen en el caos de la semana para empujarnos al desorden del final de ella. Por ello, al perreo no hace falta comprenderlo, simplemente porque él se encarga de comprendernos a nosotros. Precisamente, la amistad y el amor se resuelven en una suerte similar en la que el que necesita apoyo hoy es quien lo provee mañana: por eso perreo, por eso hermandad. Y, sea directa o indirectamente, se lo debemos y retribuimos de manera simultánea a una diminuta isla en el Caribe que despliega todos los valores que definen nuestra latinidad y defienden con ferocidad taína nuestros lazos de cercanía. Por esto y por más, volveremos al perreo y él a nosotros. Gozaremos pronto del contacto indebido, del sudor refrescante y de la felicidad de existir y de vivir compartiendo. Por supuesto, ninguna de las reflexiones aquí expuestas ocurre de manera manual en nuestras mentes, porque el perreo no se trata de eso, el perreo es la práctica de la teoría que se te olvidó estudiar. Por este motivo no definimos al perreo, pero lo escribimos con P y con R.
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