Tomó el sobre de la mesa y lo abrió con un desinterés ficticio, cercano al niño que procura crear un balance ideal entre la avidez con la que rompe la envoltura de su regalo de Noche Buena y la mesura cautelosa de no auto delatarse revelando que aquel sentimiento frente a un plástico trabajado supera sus ansias por sobre el nacimiento del Mesías en su corazón; cuya esencia inmaterial jamás debería trascender en sus sentimientos por debajo del profano juguete.
En todo caso, a sus 63 años, Julio Casas se sentía igual de tentado que aquel imberbe, pero esta vez por algo mucho más nimio que una figura de acción nueva: su salud. De no haber sido porque se encontraba junto a su esposa, quien esperaba con mayor fervor que él los resultados, habría rasgado ya el papel con energía huracanada. Curiosamente, aquello que frenara al niño frente al regalo y a él con sus resultados del examen (pese a las naturalezas contradictorias de cada situación) es a fin de cuentas lo mismo: el poder ser testificado. Las emociones, al final del día, serían menos inservibles que la envoltura luego de que el regalo es descubierto y la carta una vez que su contenido es leído de no ser porque otros las presencian. Julio pensó brevísimamente en todo esto y concluyó que las emociones no son tanto una reacción natural como un mecanismo de defensa.
- Positivo - dijo con voz impávidamente seca.
- Julio, cariño, ¿seguro leíste bien?, debe... debe haber algo más - la incredulidad de su esposa se aferraba a una línea de esperanza que su marido había deshecho hace pocos segundos, pero que en este caso suponían décadas de ventaja para él.
- Te estoy diciendo que positivo mujer, ¡no jodas la vida! - Julio tomó un respiro fallido que terminó por acrecentar su ahogo, pero evitó a toda costa derramar cualquier lágrima no grata.
De igual manera, su esposa lo miró imperturbablemente desconsolada, atribuyendo el arrebato de histeria de su esposo a la desesperanza como factor clave para no tomarlo personal. Empezó a recordar el inicio de la enfermedad y el optimismo que se convirtió en esperanza y fe, seguido por una resiliencia que acababa de tornarse en un martirio inaguantable, pero al que ninguno de los dos se atrevía a darle el gusto de ceder. A pesar de su inquebrantable esfuerzo, ambos sufrieron un desgaste súbito, como si todos los años de combate hacia la dolencia de Julio se hubieran presentado en el portal con una segunda carta, esta vez mostrando una factura con más ceros de los que podrían costear. Llanto.
En algún lugar del mundo, o de la historia, quizá en la mente de Julio, un niño acababa de abrir su regalo de Noche Buena para descubrir dentro un par de calcetines que su padre, con titánico esfuerzo, había adquirido para él.
- ¡Gracias papi! - dijo con una sonrisa trémula. La misma a la cual su padre correspondió con un gesto de alegría opacado por la vergüenza de no haber podido ofrecer más que aquello.
Sin más, el niño comenzó a llorar repentinamente, recordando los sacrificios sobrenaturales que había efectuado durante el año en su conducta para poder recibir un regalo a su medida. La culpa no era de su padre, mas comenzaba a cuestionar la bondad de aquel "niño Jesús" sobre la que supuestamente la felicidad de ningún objeto debía descansar. ¿Por qué un niño haría esto a otro? ¿Es acaso porque en verdad solo es un anciano joven que no puede entenderme?
El padre abrazó al hijo de manera inmediata y lloró junto a él. Porque la fe y la fortaleza se convierten en términos vulgares y lejanos cuando la desilusión se encuentra a flor de piel. La narrativa de la felicidad creada en el diario vivir, nunca recitada como un discurso apologético, sino más bien como un hecho tácito e inmutable que todos deben acatar, se cierne en una malla donde solo queda una verdad: el agradecimiento es ingratitud cubierto de gozo.
¿Por qué Dios me haría esto? ¿Será porque su cualidad de Dios lo privó de empatía humana? - Julio pensaba en esto sin tregua alguna, pero el mismo Dios al que imprecaba no permita, al igual que con el niño, que la fugacidad de sus pensamientos abandone su mente y se materialice en una frase. Al momento en que esto sucede, el desertor de la fe es exiliado, perdiendo la vida que queda en la enfermedad así como el hogar donde habitan los calcetines. Julio y el niño sistemáticamente anulan cada uno de sus pensamientos adulterados, depurando en su realidad aquello por lo cual deben agradecer y fijando una nueva barra, como dicta la naturaleza humana, frente a aquellos que tienen menos. Sí, así debía ser, solo así se encontrarían nuevamente en el olimpo de los privilegiados y Dios reclamaría victorioso una vez más su cualidad de infinita misericordia. Así debía ser.
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