Y en qué momento la tristeza, no la punzante catastrófica, sino la de lenta cocción, la que reside en el alma libre de alícuotas o restricciones, pero que de repente sale de paseo y escudriña entre los recuerdos en el portal, se toma un tiempo para fumarse un cigarro mirando los reflejos del arrepentimiento en un pocillo acuoso que quedó de la lluvia de ayer como si se tratara del periódico en la mañana; en qué momento esa tristeza se va.
O en todo caso, si toca convivir con ella, si el vacío en el pecho causado por la angustia de lo incierto es el inevitable timbre que anuncia su llegada, ¿de qué forma podemos hacerlo llevadero?
Si escribiendo esto no logro deshacerme de ella, sino que por el contrario, la llamo involuntariamente, resisto su presencia mientras husmea entre líneas lo que pienso de ella (porque es una tristeza ególatra), qué hago yo tratando de romper algo irrompible, tratando de secar un océano de infortunios que la vida depara y que nos toca acatar resignados, qué hago, de nuevo, maldita sea, usando meras letras para describir algo que ni el intelecto mismo comprende o domina. Estoy triste, profundamente triste, y desearía que fuera algo pasajero, pero a veces me pongo más triste cuando pienso que tal vez la tristeza es eterna y el pasajero soy yo.
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