viernes, 12 de junio de 2020

P-R-O

El sonido, imágenes, tiempo y espacio se combinan en una misma variable, una en la que suben, bajan y danzan sobre un plano cartesiano en el que poco o nada importan las fórmulas. El alcohol y otros vicios poco notorios en el mundo humano se suman a esta mezcla, desvelando la verdadera naturaleza que muchos ocultan por conveniencia y otros por ignorancia. Al calor del reggaeton y la comparsa de su altísimo bajo de dembow, decenas, cientos, miles de personas se congregan en un determinado territorio que coincide con un momento preciso, casualmente flexibilizándose en aquel instante, cuando el movimiento intenso y la visión impersonal de las horas alejan a los individuos de lo insulso, de la rutina del trabajo, del cumplimiento del deber: la vida que no es vida. No. Eso aquí no sucede, porque no existe. Nos referimos al perreo.

¿Y no es acaso el perreo una oda a lo burdo y poco refinado? La respuesta a este planteamiento es tan variable como el perreo en sí. Es innegable que se trata de un ceremonial implícito donde la etiqueta y la norma son la ausencia de ellas. Pero a fin de cuentas, cumple con los requisitos para ser catalogado como un rito cultural donde la pompa figura por doquier, claramente, dependiendo de la significación que el analista le dé a este término. "El perreo es estar como perros trepados bailando, ¡qué vulgaridad!". Quienes se detienen a rascar la superficie de este suceso se llevarán una clara impresión que relacionará esta actividad con lo grotesco e inmoral a primera vista, pues, al final del día, lo moral es solo aquello que se llega a interiorizar. Sin embargo, una vez penetrado el campo de lo evidente, el perreo se convierte en algo más significativo, una verdadera fiesta de alegría y libertad bajo la que toda una generación se acoge y celebra al unísono con cánticos de los hits de moda, y por mandato no tipificado, de los atemporales himnos de antaño que tocan las notas musicales de nuestra memoria. Si el perreo, por similitud fonética, es injustamente comparado con los instintos más bajos que los perros acarrean frente al ser humano, sería igual de adecuado atribuirle otros valores en los que estos animales nos superan en la escala ética: la fidelidad incondicional y el júbilo descomplicado.

Porque el perreo es fuerza e intensidad, es vigor, ritmo y energía sofocante, pero también es música y aire para respirar, es nostalgia de momentos que no volverán, por los cuales agradecemos dichosos y recordamos melancólicos. Amar al perreo es amar a quienes comparten con nosotros, quienes nos sostienen en el caos de la semana para empujarnos al desorden del final de ella. Por ello, al perreo no hace falta comprenderlo, simplemente porque él se encarga de comprendernos a nosotros. Precisamente, la amistad y el amor se resuelven en una suerte similar en la que el que necesita apoyo hoy es quien lo provee mañana: por eso perreo, por eso hermandad. Y, sea directa o indirectamente, se lo debemos y retribuimos de manera simultánea a una diminuta isla en el Caribe que despliega todos los valores que definen nuestra latinidad y defienden con ferocidad taína nuestros lazos de cercanía. Por esto y por más, volveremos al perreo y él a nosotros. Gozaremos pronto del contacto indebido, del sudor refrescante y de la felicidad de existir y de vivir compartiendo. Por supuesto, ninguna de las reflexiones aquí expuestas ocurre de manera manual en nuestras mentes, porque el perreo no se trata de eso, el perreo es la práctica de la teoría que se te olvidó estudiar. Por este motivo no definimos al perreo, pero lo escribimos con P y con R.

lunes, 8 de junio de 2020

El mejor regalo

Tomó el sobre de la mesa y lo abrió con un desinterés ficticio, cercano al niño que procura crear un balance ideal entre la avidez con la que rompe la envoltura de su regalo de Noche Buena y la mesura cautelosa de no auto delatarse revelando que aquel sentimiento frente a un plástico trabajado supera sus ansias por sobre el nacimiento del Mesías en su corazón; cuya esencia inmaterial jamás debería trascender en sus sentimientos por debajo del profano juguete.

En todo caso, a sus 63 años, Julio Casas se sentía igual de tentado que aquel imberbe, pero esta vez por algo mucho más nimio que una figura de acción nueva: su salud. De no haber sido porque se encontraba junto a su esposa, quien esperaba con mayor fervor que él los resultados, habría rasgado ya el papel con energía huracanada. Curiosamente, aquello que frenara al niño frente al regalo y a él con sus resultados del examen (pese a las naturalezas contradictorias de cada situación) es a fin de cuentas lo mismo: el poder ser testificado. Las emociones, al final del día, serían menos inservibles que la envoltura luego de que el regalo es descubierto y la carta una vez que su contenido es leído de no ser porque otros las presencian. Julio pensó brevísimamente en todo esto y concluyó que las emociones no son tanto una reacción natural como un mecanismo de defensa.

- Positivo - dijo con voz impávidamente seca.

- Julio, cariño, ¿seguro leíste bien?, debe... debe haber algo más - la incredulidad de su esposa se aferraba a una línea de esperanza que su marido había deshecho hace pocos segundos, pero que en este caso suponían décadas de ventaja para él.

- Te estoy diciendo que positivo mujer, ¡no jodas la vida! - Julio tomó un respiro fallido que terminó por acrecentar su ahogo, pero evitó a toda costa derramar cualquier lágrima no grata.

De igual manera, su esposa lo miró imperturbablemente desconsolada, atribuyendo el arrebato de histeria de su esposo a la desesperanza como factor clave para no tomarlo personal. Empezó a recordar el inicio de la enfermedad y el optimismo que se convirtió en esperanza y fe, seguido por una  resiliencia que acababa de tornarse en un martirio inaguantable, pero al que ninguno de los dos se atrevía a darle el gusto de ceder. A pesar de su inquebrantable esfuerzo, ambos sufrieron un desgaste súbito, como si todos los años de combate hacia la dolencia de Julio se hubieran presentado en el portal con una segunda carta, esta vez mostrando una factura con más ceros de los que podrían costear. Llanto.

En algún lugar del mundo, o de la historia, quizá en la mente de Julio, un niño acababa de abrir su regalo de Noche Buena para descubrir dentro un par de calcetines que su padre, con titánico esfuerzo, había adquirido para él.

- ¡Gracias papi! - dijo con una sonrisa trémula. La misma a la cual su padre correspondió con un gesto de alegría opacado por la vergüenza de no haber podido ofrecer más que aquello.

Sin más, el niño comenzó a llorar repentinamente, recordando los sacrificios sobrenaturales que había efectuado durante el año en su conducta para poder recibir un regalo a su medida. La culpa no era de su padre, mas comenzaba a cuestionar la bondad de aquel "niño Jesús" sobre la que supuestamente la felicidad de ningún objeto debía descansar. ¿Por qué un niño haría esto a otro? ¿Es acaso porque en verdad solo es un anciano joven que no puede entenderme?

El padre abrazó al hijo de manera inmediata y lloró junto a él. Porque la fe y la fortaleza se convierten en términos vulgares y lejanos cuando la desilusión se encuentra a flor de piel. La narrativa de la felicidad creada en el diario vivir, nunca recitada como un discurso apologético, sino más bien como un hecho tácito e inmutable que todos deben acatar, se cierne en una malla donde solo queda una verdad: el agradecimiento es ingratitud cubierto de gozo.

¿Por qué Dios me haría esto? ¿Será porque su cualidad de Dios lo privó de empatía humana? - Julio pensaba en esto sin tregua alguna, pero el mismo Dios al que imprecaba no permita, al igual que con el niño, que la fugacidad de sus pensamientos abandone su mente y se materialice en una frase. Al momento en que esto sucede, el desertor de la fe es exiliado, perdiendo la vida que queda en la enfermedad así como el hogar donde habitan los calcetines. Julio y el niño sistemáticamente anulan cada uno de sus pensamientos adulterados, depurando en su realidad aquello por lo cual deben agradecer y fijando una nueva barra, como dicta la naturaleza humana, frente a aquellos que tienen menos. Sí, así debía ser, solo así se encontrarían nuevamente en el olimpo de los privilegiados y Dios reclamaría victorioso una vez más su cualidad de infinita misericordia. Así debía ser.