... mucho se habla del famoso nudo en la garganta al verbalizar sentimientos difíciles, pero muy poco del que sentimos al escribir sobre aquellos que son verdaderamente demoledores, los que la boca no se atreve a enunciar, pero que los dedos imploran por documentar con vigor. Quizá sea así porque en los humanos prima la oralidad social sobre la redacción ermitaña o tal vez solo porque la lengua ha tenido mayor oportunidad de evolución hasta llegar a ser más cautelosa que las manos.
La sensación a fin de cuentas es la misma, aunque mucho más tormentosa en el segundo caso, pues, al no existir interlocutor testigo uno no se detiene a replantear sus pensamientos ante el quiebre de la voluntad, sino que tiende a tragar saliva y continuar arrojando las crudezas del alma ininterrumpidamente durante el oficio caligráfico, o en su defecto contemporáneo, tipográfico.
Y a medida que los dedos, comandados por un corazón que ata el cabo del nudo, dan rienda suelta a las emociones más pesadas y oscuras que una persona haya podido experimentar, la garganta sufre en total silencio el entumecimiento por aquellas palabras que se escriben pero nunca se llegan a pronunciar. Entonces, como por arte de magia, el dichoso nudo desaparece únicamente después de ser cortado por las tijeras del escrito finiquitado.
El proceso es metódico, limpio, pero desgarradoramente doloroso y, de forma inevitable, destinado a repetirse mientras exista en la literatura escapatoria alguna para aquellas sensaciones en las que la oralidad no se inmiscuye por profundo miedo, aunque si estuviéramos charlando, la palabra escogida por la boca en su acostumbrada cobardía sería respeto.
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