El sonido de unas patas recorre el suelo, en realidad, parece provenir de unas uñas que deambulan de forma arrítmica y torpe, pero que de alguna manera se adueñan sin esfuerzo del espacio donde se encuentran. Las paredes se cubren de felicidad cuando un pelaje frondoso, blanco y grisáceo, que al parecer es el mismísimo propietario del sonido, ingresa a la habitación. Una cola que acompaña a esta silueta, un metrónomo que marca el ritmo de la alegría animal. Muy distinta a la humana cabe recalcar, porque no conoce de decepciones que puedan atenuarla. Unos ojos apagados y enfermizos que se extrañan poco o nada porque se ayudan de otros sentidos esenciales como el olfato, el tacto y el amor para localizar todo alrededor suyo. El ladrido característico del reino canino es un ornamento para él en lugar de un vulgar ruido, una señal de júbilo para momentos específicos en los que la cola desea intensamente, pero no logra, gritar de emoción.
Un trozo de comida, cualquiera, lista para ser engullida sin tregua. Una puerta que se abre permitiendo su paso. Un abrazo largo, una caricia corta. Un paseo en carro para seguir durmiendo al conciliar el sueño, un timbre de casa que se lo quita al sonar. Un viaje en familia. Un tubo de papel higiénico arrojado con fuerza hacia el suelo, un peluche sin ojos tal como él. Una llegada de sus seres queridos a casa después de un largo día en soledad. Formas de decir te amo sin recurrir al verbo, más poderosas e intensas incluso, precisamente porque fabrican el acto de amar en tiempo real mientras son entendidas a la perfección por dos especies distintas. El tiempo, una broma más creada por el universo, para ti siglos, para nosotros minutos. Un anciano, mi hermanito menor con una inocencia inmaculada dentro de un cuerpo ancestral malogrado. Una partida tan inesperada como tu llegada, que compensa y multiplica en tristeza todo el júbilo que brindaste. Una compañía eterna que trasciende lo físico, porque lo que fue real se manifiesta en la intangibilidad de la memoria, hallando un nicho y haciendo trinchera de los recuerdos alegres, que sin embargo en ocasiones duelen más, muchísimo más, que la mordida más feroz que nunca te atreviste a dar.
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