La fuga del zoológico
Los animales escapaban de sus jaulas caóticamente entre ruidos, pisotones, aleteos y todo tipo de movimiento descoordinado propio de sus instintos, confiriendo al zoológico la esencia selvática que solo los barrotes metálicos en asociación con una cerradura debidamente asegurada le podían revocar.
Las familias visitantes de aquel día optaron por refugiarse, con permiso de la ironía, en las celdas vacías de las que las bestias se habían despojado hace escasos minutos. Otras, menos afortunadas, huían sorteando los obstáculos del parque, profiriendo gritos y alaridos proporcionales a la peligrosidad de las fieras que aparecían a su paso.
Un minúsculo mono babuino que caminaba con la autoridad de un gendarme, compadeciéndose de estos últimos, se acercó a ellos con la benevolencia de un empleado en entrenamiento. Los guió hacia la zona que consideraba más segura en todo el zoológico por su alta capacidad de recordación del cautiverio citadino que los animales intentaban, desesperadamente, dejar atrás. Al llegar a la abandonada construcción, uno de los niños más pequeños, mientras limpiaba sus últimas lágrimas, trataba de descifrar con ayuda de su madre lo que se leía en el colorido cartel colocado en la parte superior: Zoovenirs.
Presagio
Supe que iba a morir aquel día porque lo presentí de manera oportuna. No se trató de ninguna operación sobrenatural ligada a la clarividencia ni mucho menos. Nada de eso. Por el contrario, fue la sensación más racional que haya podido experimentar a través de mi cuerpo jamás. Tenía sentido, pues, de alguna forma, mis pisadas se sentían extrañas, ajenas al suelo del camino que recorría diariamente al salir de mi hogar. El automóvil, uniéndose a la causa, emitía una especie de ruido que, lejos de tratarse de una falla mecánica, servía para recordarme el inminente choque que iba a experimentar dentro de pocos minutos en la autopista. ¿Por qué continué manejando a pesar de que sabía esto?, se preguntarán. La respuesta es tan sencilla y sorprendentemente cómica que, espero, puedan reír tan divertidos como yo al deducirla durante sus últimos momentos de vida.
Lo que aprendí
¿Qué te puedo contar? Desde la última vez que nos vimos he aprendido muchas cosas: leí muchos libros y conocí palabras nuevas, pero curiosamente nunca encontré las adecuadas para explicar cómo me siento en esas situaciones en las que un nudo en la garganta me amarra el idioma. Aprendí que hay operaciones matemáticas muy complejas, más difíciles de lo que habría podido imaginar. Los números sirven para determinar con loable exactitud tantas cosas como el grosor de la viga de un puente, la cantidad necesaria del químico en una medicina e incluso el código para que las máquinas funcionen. Sin embargo, al encontrarse frente a cosas que les resultan ordinarias como, por ejemplo, cualquier emoción, los números optan por dejar de brindar sus apreciados servicios de cálculo. De las personas es de quienes más he aprendido, de ellas aprendí de ti, aprendí de mí, entendí que todo lo bueno viene de las circunstancias y que se suele compartir con quienes son igual de buenos para el crecimiento de uno mismo. Comprendí que lo malo es igualmente circunstancial y que también es proporcional a lo que cada persona tiene para ofrecer. Que el pasado duele con alegría, el futuro asusta con optimismo y el presente es el placebo para ambos. Aprendí de la fortaleza, de la generosidad y de muchas otras cualidades que pueden sonar lindas y fáciles de enunciar, pero cuyos enredados procesos de aprendizaje fueron el verdadero aprendizaje. He aprendido muchas cosas, pero no he podido o quizás querido (poco o nada sé aún al respecto) aprender a vivir sin ti.
Un concierto memorable
Brasdroit est tué
Lo observaba desde la recámara mientras rasuraba su barba con una cuchilla vieja, poco efectiva para enfrentarse al espesor de su vello facial. Me devolvió la mirada a través del sucio espejo de baño que utilizaba para efectuar su ardua labor. Sonrió con tanta calma que una sensación de pánico infundado me invadió junto a la brisa del desgastado ventilador de techo, ¿sabía por qué estaba ahí? No. No podía saberlo, las órdenes de matarlo las había recibido hace escasos momentos y no habría forma de que se hubiera podido enterar en ese lapso.
- Mi querido Brasdroit, has venido a matarme - profirió serenamente, parecía más hablarle a su propio reflejo que a mí. Lo asumí porque sus ojos nunca se encontraron con los míos en el cristal durante ese breve instante.
El metal de mi revólver se sintió más frío que de costumbre y el tambor parecía querer martillar por su propia cuenta al ritmo acelerado de mi pulso. Había perdido por completo la poca serenidad que tenía ante su declaración. Sujetaba el arma en mi bolsillo firmemente aunque me había logrado desarmar con una sola frase.
- Tranquilo, no me enteré por ninguno de los tuyos, si es lo que te preocupa - continuó diciendo, esta vez con mayor elocuencia que antes. Sentí que había muerto primero que él - lo que sucede es que siempre lo intentan matar a uno con la barba a medias y nada más indignante.
Mi arma disparó de forma automática intentando equipararse a la navaja llena de pelaje y manchas de sangre seca que se dirigía con perfecta rectitud hacia mi cuello descubierto.
Sala de espera
El doctor pronunciaba palabras ornamentadas que llenaban la sala de sonidos irrelevantes para la ocasión. Había adoptado este mecanismo con el paso de los años para defenderse a sí mismo entre metáforas y eufemismos etéreos de la crudeza de la palabra que evitaba articular a toda costa: muerte.
La madre del paciente lo miraba desconcertada, reprimiendo todo sollozo para rescatar inútilmente entre los sonidos que se bamboleaban en el aire un hálito fresco de esperanza.
La desolación, bien sabido es, como cualquier sentimiento negativo, llega por abajo, acompañada del terror glacial que entumece los pies y se aloja en el corazón para bombear veneno al sistema. Inhibición. Llanto. Rabia. Devastación. No necesariamente en ese orden. Necesariamente, en ese orden no.
El museo infinito
Le habían hablado del museo infinito un par de conocidos que visitaron el país europeo unos años atrás. Por supuesto, era sumamente renombrado a nivel global, pero hasta entonces solo le sonaba como una idea remota o un cuento exagerado creado por los medios y entusiastas del arte. Fue cuando llegó, por motivos laborales ajenos al turismo, a la ciudad que albergaba la célebre galería que un tríptico maltratado, único en su especie, colocado en un estante solitario del aeropuerto le recordó su existencia. Lo tomó sin decisión, más por cábala que por curiosidad. El vetusto papel describía las propiedades de una exposición única de la cual nadie conocía el fin y tampoco el principio. Lo guardó en su bolsillo trasero con poco cuidado.
Una vez terminadas sus reuniones de negocio decidió acudir al afamado sitio para desprenderse de una buena vez de su insidioso fantasma. Se dirigió a una de las entradas principales y entre la tumultuosa fila de espera detectó la familiaridad de un compatriota.
- ¿Primera vez en el museo? - le preguntó entusiasmado el hombre que ya conocía su respuesta de antemano.
- Sí, yo… la verdad solo vine a dar una vuelta para conocer y luego me voy - dijo con poco convencimiento. El otro sujeto rio.
- Una vuelta es suficiente - declaró mientras añadía argumentos para mitigar la confusión del hombre de negocios - Es un museo infinito que nunca repite obras, lo que veas en tu recorrido no será visto por nadie más. Nunca. Llévate eso contigo, mientras más lo pienses al salir, más tuyo se volverá por el resto de tu vida. Y es gratis, ¿puedes creerlo?
Luego de escuchar esto el hombre se sintió profundamente decepcionado. Tomó el tríptico de su bolsillo y lo arrojó al cesto de basura mientras partía hacia su hotel. Recordando su reunión de trabajo de aquella mañana, entre pitches y datos financieros, dedujo que la entrada gratuita de algo verdaderamente infinito era algo que en definitiva jamás podría darse el lujo de costear.